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Aunque está por descubrir cuál es ese material especial del que están hechos los sueños, en Bangkok nosotros hallamos el sitio donde se da la tormenta perfecta de factores que los mata: felpa, polvo, desidia, colores mortecinos y una inusual capacidad para anular cualquier atisbo de alegría. En fin, largarse al mundo conlleva exponerse a la belleza, pero también a lo chungo, y cuando una, siempre, siempre, ha tenido clarísimo que, allá donde vayamos, decidimos todos, la cosa que es la vida… pues va y te da una torta.

Por eso, por culpa de ese principio absurdo del todos a una, en una ocasión tuvimos que alquilar un coche y surcar cientos de kilómetros por carreteras turcas para ver Troya porque Niño Vagabundo flipa con la Odisea; en Dubái tocó cenar a diario en un lugar donde servían Raj Kachori, mi comida preferida, o en Omán casi naufragamos en una vieja barca, por el empeño de Vagabundo en ver delfines MUY de cerca. En Tailandia, gajes de los cinco años, el mayor deseo de Niña Vagabunda era merendar en un lugar a tomar por culo del centro, de cualquier centro, con pinta entre peculiar y mágico llamado Unicorn Cafe. Peluches por doquier, purpurina y espaguetis arcoíris. ¿Qué podía salir mal?

La tarde de autos, un tuctuc nos condujo hasta un callejón oscuro donde la ruinosa fachada de un local con un unicornio alado y gigante invitaba a salir corriendo. Ni un ruido, ni una persona a la vista. La nada. No nos arrendamos. A través del escaparate quisimos adivinar un mundo colorido y fascinante, algo de esperanza.

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Entramos.

Un oso con gorrito de Papá Noel, tirado a los pies de un árbol de Navidad ajado, pero bien de espumillón, nos dio la bienvenida, incapaz de distraer, con sus dimensiones enormes, nuestra mirada de los sillones de plástico roto y de cientos de unicornios sucios y descoloridos que parecían haber decidido ahorcarse colgándose del techo. No los culpo. Aquello era el naufragio de un mundo que parecía mantenerse allí, abandonado durante décadas, solo para que nosotros lo descubriésemos. Niña vagabunda saltaba y los ojos le daban vueltas en las órbitas de la emoción. Pidió veinte platos de la carta. Lamentablemente, de los veinte solo tenían uno disponible, elaborado con tres miniconos sobre un brownie con helado derretido. El oso nos observaba, juzgándonos.

Vagabundo y yo nos miramos y alcanzamos aquí un inusual consenso al considerar este como el sitio más triste de cuantos habíamos conocido hasta la fecha, y eso incluye el salón de la casa de mi suegra, decorado con escenas de cacería y fotografías de sus hijos con birrete. Para sorpresa de nadie, al parecer el único plato de la carta tampoco estaba bueno y ahí se quedó, derretido y mustio, probablemente será lo que degusten los siguientes incautos que sufran similar estafa.

A estas alturas algún avispado puede preguntarse si no miramos reseñas de la trampa ANTES de caer en ella. Las hay. Pero muy pocas, y ahora sé por qué. Nadie va. No quiero exagerar si señalo que solo volvería al Unicorn Cafe de Bangkok en momentos de bajón para comprobar que, por fea que se ponga la cosa, hay un lugar donde la vida siempre transcurre más gris, más sucia y más mustia.

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Ya en casa, haciendo balance de los lugares maravillosos de Tailandia, Niña Vagabunda ha expresado su deseo (sí o Sí) de repetir en lo de los unicornios. Por favor, toda mi vida entera para llegar a eso.

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