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Vaya por delante que solo conocemos Atenas como turistas, de paso, sin pretensiones y con niños. Poco. Al llegar, la impresión es la de estar viendo una ciudad rota, más desgastada que las columnas que sustentan su grandioso pasado. Más derrumbada que sus monumentos, que por cierto ahora están restaurando con dinericos europeos y se ven bicolores, para que nos hagamos una idea de cómo fueron y lo que queda de ellos.

El carrito de los niños saltaba alegre entre socavones, mientras nosotros sudábamos por esas ruedecillas condenadas a trabajos forzados. Al final superamos la prueba raspando y avisamos a padres que prevengan el inconveniente porteando o con un carrito con ruedas de tractor.

El segundo día, con las pilas puestas, subimos la larga cuesta que lleva a la Acrópolis. Entramos por la puerta de Propileos, pasamos el Templo de Atenea Niké, el Templo de Atenea Partenos, el famoso balcón sostenido por las seis cariátides y, finalmente, a 156 metros sobre el nivel del mar, el Partenón.
En la ladera sur de la Acrópolis se encuentran los restos de otros edificios, entre los que destaca un teatro al aire libre llamado Teatro de Dioniso, donde estrenaron sus obras Sófocles, Aristófanes y Esquilo. Sí, claro que los he leído. A todos.

Noviembre y nosotros y poca más gente, unas japonesas elegantes, algunos jóvenes despistados, y sientes que todo ha merecido la pena, que mil años nos contemplaban y tanta emoción que compramos dos libros de historia griega y nos hinchamos a hacer fotos. Los pirañas taxis que esperan a la salida te cobran diez euros por una carrera de cinco, y se niegan a poner el taxímetro, así que puedes pagar o caminar unos metros hasta salir del recinto para coger otro taxi al azar.

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Apunte de primero de Grecia: la mayoría de los grandes templos de Atenas fueron reconstruidos bajo el liderazgo de Pericles durante la edad dorada de la ciudad.

Yyyyyy… cambio de guardia. Es curioso porque, justo antes de la ceremonia, dos guardias se encargan de examinar que los tres que vienen al relevo estén impecables. Les alisaron las borlas de las botas, les colocaron bien el gorro y les acariciaron las tetillas con una sonrisa pícara.


Y luego, niños cansados, padres más cansados, cogimos un trenecillo para dar una vuelta por la ciudad. En inglés y en griego y con niños cantarines no escuchamos el audio en ninguno de los dos idiomas.
Para ir de un sitio a otro usamos una aplicación chula, Beat. Te ubica, pones el destino, te dice cuánto es y en dos minutos aparece un taxi para llevarte.

El tercer día embarcamos. De camino al puerto del Pireo (de este salía nuestro barco, pero hay otro, bastante lejos, por lo que conviene informarse bien antes para evitar ansiedades y contratiempos) vimos otras zonas de la ciudad de cerca. Destartale.

En resumen, curioseamos por la zona de Monastiraki y Plaka. Comimos mousaka, bebimos café, chupamos helados, salivamos con falafel, pasamos por la lonja, volvimos a los restaurantes, más queso feta, venga esas aceitunas, ole el sirtaki y el hasapiko, qué imponentes murallas, qué de turcos, y ese teatrillo que aquí ni caso pero si lo pones en Madrid igual  te forras, nos comparamos con sus habitantes, vimos tiendas de pájaros, especias, jabones de aceite de oliva, ropa, cascos antiguos, restaurantes vacíos, imanes y basura de segunda o vigésima mano. Y la Acrópolis.

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Niñómetro

Los nuestros fliparon con los espectáculos callejeros, de marionetas y danzarines, el trenecito que hace un recorrido turístico por la ciudad, los restaurantes con baile y música en directo, la Acrópolis y sus libros sobre tragedias griegas y el cambio de guardia. Y los helados, claro.

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