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En el caluroso Varanasi nos dio tiempo a un montón de cosas, entre otras, volvimos al cine, dos veces. Y nos entusiasmó como siempre. También, en un arrebato de añoranza (Oteliño que estás en nuestros corazones) contratamos a este hombre durante un día entero para que nos hiciera de conductor/guía:

Se llamaba Bulli y era perro viejo, así que nos hizo un tour rapidito y completo, que incluía el campus universitario, ghats y templos a porrillo. En el de los monos nos soltó, como si nada, que, aunque nuestros primos monos no eran peligrosos, mejor que estuviéramos atentos. Luego, en la entrada, nos dieron un palo para defendernos. Así que hicimos la visita acojonados.

Le pedimos a Bully que nos llevase a una de las casas fundadas por la Madre Teresa de Calcuta, donde nos quedamos impresionados ¿por la humanidad, sencillez, ternura, benevolencia, generosidad y paz que allí se respiran? ¿Por la labor de su congregación Misioneras de la Caridad “cuidar de los hambrientos, los desnudos, los sin hogar, los lisiados, los leprosos, toda esa gente que se siente indeseada, rechazada, sin cariño, para traerlos de vuelta a la sociedad, esa sociedad para la que se han vuelto una carga y los evita”? NO. Nos impresionó que no nos permitieran ver lo que allí dentro se cocía. Nos dejaron en un saloncito en la entrada. El hecho de que previamente les hubiéramos soltado 300 euros, además de varios kilos de material médico nos dejó cara de tontos. Ese día aprendimos a ser menos cándidos.

De nada, chicas de la congregación.

Ya por la tarde, visitamos el Manikarnika Ghat, que funciona como el Open Cor, 24 horas, y en donde, según nos dijeron, se hacen hasta 200 cremaciones al día (¿cómo es posible que haya tanta gente por la calle? A ese ritmo tendrían que estar casi todos ya en el otro barrio).

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Los ghats son una cadena de escalinatas que rodean el río, por donde los hindúes bajan para hacer sus oraciones matutinas (y vespertinas, estos tíos siempre están rezando) y también donde queman a sus muertos, antes de arrojar las cenizas al agua. Por respeto no hicimos fotos, y nos imitamos a sentarnos tranquilamente a una distancia más que prudencial para ver qué se cocía (literalmente) por allí.

La cosa no era agradable de ver, ni fácil, porque las cenizas del finado se te metían por los ojos, así que nos levantamos y, cuando estábamos a punto de marcharnos… apareció un hombre gritando que allí no podíamos estar. “¡Go!” se desgañitaba. Nos negamos a salir de aquel meollo interesante, de hecho, justo entonces nos entraron verdaderas ganas de quedarnos.

El hombre señalaba la salida con el dedo de una mano llena de anillos. Nosotros le enseñábamos otro dedo, en un gesto universal. La cosa se encendió más que

las piras funerarias de los alrededores. Él nos gritaba. Nosotros lo mandábamos a callar. Él gritaba más. La familia del difunto en llamas se dividió, unos a favor, otros en contra. Y entonces, no sabemos cómo, porque la tirria inicial era grande y mutua, bajamos todos el tono, chocamos los cinco, e increíblemente nos hicimos superamigos de para toda la vida.

El caso es que el fulano era el guardián del ghat y un hombre agradable pese a sus gritos, y nos contó, muy orgulloso, que el trabajo de su familia, durante generaciones, había sido doble: por un lado, tenían que mantener una brasa de madera permanentemente encendida, y por otro, se dedicaban a rebuscar entre las cenizas de los muertos las joyas que éste ya no iba a utilizar. Terminó las explicaciones con una sonrisa hecha con dientes de oro que parecían proceder de diferentes personas.

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También nos contó que él había visto a mujeres tirarse a la pira de sus maridos, en pack con sus hijos, y que no todos los hindúes son llevados incinerados al morir. Se libran los leprosos, los enfermos de viruela, las embarazadas, los bebés, los que han fallecido por mordedura de cobra y los hombres santos. A ésos los ponen en un bote con cemento y, hala, al fondo del río. La razón: la misión del fuego es purificar, y esta clase de personas ya son de por sí puros.

Luego vimos cómo cogían un trozo de cadáver chamuscado y lo lanzaban como una pelota de baloncesto al agua. “Es una cadera” nos soltó el de los anillos. “En la cadera de las mujeres y en el pecho de los hombres se encuentra su alma, y esa parte del cuerpo no se incinera, se da de comer a los peces”. Aaaaah.

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