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Una mañana nos despertamos en Bangalore y, sorprendentemente, los dos habíamos soñado lo mismo: que paseábamos entre paisajes helados, limpios y silenciosos.
Todo era blanco, pacífico y de algodón. Y frío. Soñamos, a la vez, lo contrario de la India caliente, escandalosa, chanchullera, dramática, fibrosa y pulgosa que estábamos viviendo en ese momento.
coincidir en sueños tampoco es algo que nos pase a menudo, decidimos no pasar por alto la señal, pero… ¿qué significado tenía? Inconsciente, ¿qué nos estás intentando decir? ¡Qué! Nuestras mentes áridas no atinaban a descubrirlo. Blanco… blanco… ¿¡¡¡Quéééééé!!!?
Desesperados, buscamos en Google: helado+blanco+paz, y le dimos a Voy a tener suerte. Salió la receta de los polos de Antoñito. Maldición. Volvimos a intentarlo: frío+montaña+paz. Salió el Himalaya. Y allí fuimos.
Las mujeres embarcan por un lado y los hombres por otro en el aeropuerto de Bangalore.

No uno, sino dos aviones low-cost tuvimos que coger para llegar al norte de la India, además de dormir una noche en el aeropuerto de Delhi.

Viajeros de morro fino.
Volando voy.

El día 26 de abril, llegamos a Leh, un pueblo al que llaman el techo del mundo y, cuando lo ves, te das cuenta de por qué. 

No solo porque está a más de 3.500 metros de altitud sobre el nivel del mar, también porque aquí te sientes más cerca que nunca de las estrellas, del cielo, de la paz infinita detrás de la que tanto corremos (aunque ella siempre corre más).
Leh es la capital de lo que fue un reino, Ladakh, y de su antigua riqueza y esplendor dan cuenta sus palacios, estupas y monasterios. Es un desierto frío cercado por los Himalayas.
Tras Siberia, esta región es la zona habitada más fría de nuestro planeta, con inviernos que llegan a los cincuenta grados bajo cero.
En verano, Leh es un sitio turístico, pero ahora está casi todo cerrado, incluidos los accesos por carretera, lo que se traduce, principalmente, en que no puede llegar la muy demandada Coca-Cola.
Desde la ventanilla del avión mirábamos ojiboquiabiertos las crestas lechosas de las montañas. Con la emoción en estado puro y creciente, no podíamos parar de hacer fotos, y seguimos haciéndolas cuando bajamos del avión, hasta que un hombre nos puso una metralleta en la nariz, nos advirtió que estábamos en una zona militar y nos preguntó que si éramos bobos o qué (¿cómo podía saberlo?). Pedimos perdón en todos los idiomas que sabíamos, o sea, en español, y entonces nos dimos cuenta de que tiritábamos. El frío se había juntado con el miedo.
Tuvimos que vestirnos con toda la ropa que llevábamos en las mochilas, pijama incluido, y echar a caminar hasta que encontramos un hotel precioso, cálido y barato. Pero en la puerta había un obstáculo: un indio muy cabezón con el que regateamos el precio durante dos horas y que se negaba a hacernos un descuento. Luego nos enteramos de que el hombre era un simple turista que se alojaba allí, y que solo quería que pagáramos como mínimo lo mismo que él. Nos hizo gracia pero decidimos quedarnos solo una noche. En la recepción nos recomendaron beber té de jengibre y descansar como mínimo un par de días antes de hacer cualquier actividad física.
Hasta los refugiados tibetanos compran productos chinos.
Hicimos caso solo en lo del té y nos fuimos a ver el pueblo, sus niños, sus viejos, los puestos de verduras, las mujeres de las montañas y sus elaborados adornos, los monjes en busca de gangas por los mercadillos, la artesanía de los refugiados tibetanos (con etiquetas ¡made in China!), los animales que parecían de peluche, los militares sijs y sus turbantes a lo Drag Queen… la lista nunca se termina.
Fans de los sijs.
Refugiados tibetanos cortan mantequilla de dzomo (hembra del yak).
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Un monje budista y busca-chollos.

Mujer de la etnia Drokpas de Ladakh.
Marcando estilo.
El pueblo entero vive del turismo y se prepara para enseñar su mejor cara en la temporada de verano, que empieza en junio. Hay que hacerlo todo lentamente. La exigua vegetación determina que el oxígeno en el aire esté en una proporción mucho menor que en otros lugares a su misma altitud. Pero todo eso, lo del oxígeno, lo aprendimos después.
El primer aviso lo tuvimos cuando uno de nosotros (no vamos a dar nombres) se agachó para hacer esta foto a un perro…
…y luego no se podía levantar. Todo nos costaba diez veces más de lo normal. Aún así, recuperamos el aliento y sacamos fuerzas para arrastrarnos montaña arriba, cotillear la mezquita, maravillarnos con varias estupas y subir los siete pisos del abandonado Palacio Real, donde unos lamas brincaban con increíble soltura.
Acrobacia y budismo.
Hacia el Palacio Real de Leh, tardamos tres horas en subir sus siete plantas.
Y otras tres en bajarlas.
Estupa, construcción budista hecha para contener reliquias.
Arriba, a lo Homeland, en una de las mezquitas del pueblo (abajo).

Qué vistas, qué belleza, qué… ahogo. De repente, no podíamos respirar, ni reír, ni hablar. Era como si alguien hubiera cerrado el grifo del oxígeno. Los perros nos miraban con aire de superioridad… Otra vez tiritamos. Nosotros, que habíamos volado miles y miles de kilómetros, montado en elefantes, acariciado tigres, y hasta lidiado con sobrinos… pensamos que, ahora sí, había llegado el fin de nuestros días. El punto final. Nos vinimos abajo.
Por allí cerca estaban remendando unos zapateros quienes, después de reírse un rato, nos explicaron que no era para tanto, solo padecíamos un ligero mal de altura. Nos aconsejaron esto: bebe antes de que tengas sed, come antes de que tengas hambre, descansa antes de sentirte cansado y abrígate antes de tener frío.
Cuando volvimos al hotel los latidos del corazón se habían convertido en pisadas de elefante en estampida. Nos sentamos, quietos, callados. Orejigachos. Hasta que nos fuimos a dormir, a seguir soñando, dentro de nuestro sueño compartido, pero debajo de una montaña de mantas.

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