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Quem viu Goa, excusa de ver Lisboa. Y tanto.
Goa evoca a una época, a un orgullo, a la grandeza de una metrópoli que fue sede del imperio portugués de Oriente. Goa Dourada, Rainha do Oriente, Roma do Oriente… Vieja Goa.
Los portugueses llegaron allí en 1510. Entonces ya era una ciudad comercial rica, donde los musulmanes se embarcaban camino a la Meca y confluía gente de toda Asia. A partir de ahí, Vieja Goa alcanzó su apogeo.
Hoy es Patrimonio Mundial y entre palmeras asoman raídos y grandiosos templos que combinan creencias católicas traídas por los portugueses con ancestrales ritos hinduistas.
No es raro ver a mujeres con sari y bindi en la frente postradas ante imágenes de santos cubiertas de ofrendas de flores a lo Shiva,
o rosarios que incitan al pecado con modelos cachas estilo Bollywood.

Vieja Goa tiene iglesias de muchas congregaciones, como la de San Francisco de Asís o la de San Cayetano. En cada esquina hay una obra de arte.
En un rincón de la vieja capital, en la Basílica del Buen Jesús, un grupito de indios se postraba en sincronizada devoción ante el cuerpo incorrupto de Goencho Saib (Señor de Goa), también conocido como San Francisco Javier. 
En una arca de plata decorada con escenas de su vida yace el navarro aventurero (más bien una parte de él, porque parece que está medio desmembrado), un culo inquieto en pos de la evangelización de Asia.
Cuerpo incorrupto de San Francisco Javier en su urna.
La Vieja Goa fue definitivamente abandonada en 1684. Se trasladó la capital a Panjim, por el clima, las epidemias y por el cambio en la técnica naval de los barcos, que requerían aguas más profundas.
Panjim fue, de hecho, nuestra primera parada en Goa, y nos retrotrajo a un colorido pasado de elegantes caserones coloniales.

Tiene una iglesia importante, la de la Inmaculada Concepción, a la que acudían los marineros portugueses cuando llegaban desde Lisboa. Allí hicimos una cosa diferente: fuimos a misa. La daban en dialecto local y nos hacía gracia.

 

 

Ya por la noche, paseando entre las ratas del puerto mientras comentábamos las vidas de los santos, tuvimos una revelación inesperada: la principal atracción de Panjim son los casinos flotantes.

Fuimos a uno, por estar a la última, porque nos gustan las luces y porque nos sabíamos unos trucos que nos enseñó Quina cuando estuvimos en el de Torrelodones.
Es fundamental para ganar en el juego, aparte de la suerte, la confianza, y de eso íbamos sobrados.
Tanto, que nos dejaron pilotar un rato el barco que nos llevaría camino del éxito o del fracaso.
Nos pusieron unas pulseritas y… ¡a jugaaaar!
Lo apostamos todo al rojo… y salió negro.

Pasamos las tres horas siguientes sentados en un sofá muy cómodo, entretenidos viendo cómo prostitutas chinas entraban y salían discretamente de los camarotes y esperando el barco de vuelta.
La mala racha siguió a la mañana siguiente.

Nos quedamos al mismo tiempo sin hotel y sin billete de tren hacia nuestro siguiente destino, Hampi. Malditas vacaciones. Recuperada la confianza desperdiciada en la mesa de juego la noche anterior, volvimos a apostar y decidimos encaramarnos al primer autobús/guagua que saliera esa mañana, fuera donde fuera. Tocó Anjuna.

 

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