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Un barco es la réplica del mundo en pequeño. Hay cantidad y variedad de religiones, nacionalidades, escalas sociales, privilegiados y esclavos.
Nuestro primer día de navegación acudimos al médico porque a peque 1 le dolía el oído izquierdo. Otitis. El médico, un ruso con menos empatía que Pablo Iglesias con Abascal, se me atravesó desde que vi cómo le metía un cacharro a mi niño por la oreja hasta hacerlo llorar. Mamá, casi me rompe la trompa de Eustaquio. Que te vaya bien que te pille un tren, médico ruso.

Cuando salimos de la consulta, con 150 euros menos en el bolsillo, le comenté a una argentina simpática de la tripulación lo sieso que era aquel hombre en comparación con el resto de los trabajadores del barco con los que nos cruzábamos, en comparación con el resto del universo, de hecho. La joven me dijo: Es que está acostumbrado a tratar con nosotros.
– ¿Cómo con nosotros?
– Con nosotros, los esclavos, me contestó.
Esclavos como los de la conferencia que íbamos a escuchar en el teatro sobre la Grecia Antigua y sus clases libres y no libres. Deduje que los no libres aquí serían los camareros, cocineros, maitres, limpiadores, animadores, cuidadores, personal de mantenimiento y artistas que nos sonríen y nos dan conversación, y son amables y hasta nos hacen creer que si la diñamos durante el viaje irán a plañir con la familia. Pero no. A poco que escarbas te enteras de que todos están ahorrando para irse del barco. Y algunos llevan más de 20 años en ese empeño, sonriendo aunque tengan almorranas sangrantes ese día. Lo hacen durante seis meses seguidos, once horas diarias, de lunes a domingo sin descanso, y por una miseria que les obliga a estar atados a una vida lejos del cine y de tomarse un helado. Lejos de raíces, amores y apegos. Lo hacen porque tienen detrás una historia que mejor no contar, o una familia que seguro que los echa de menos en Colombia, Mauricio, Filipinas, India, España, Rusia, Argentina, Honduras, El Salvador, Ecuador… donde la economía está tan atascada en sus regiones, o en sus barrios, que cualquier otra opción es quedarse atrapado en la ratonera. Lo hacen con esfuerzo y quitándose sueño, ocio y lo que sea, y aprenden inglés, francés, portugués, español y cualquier idioma que se requiera para el puesto. No solo están mejor preparados que la mayoría de las personas a las que sirven, además son supervivientes capaces de cruzar el mundo, ida y vuelta, para que sus retoños estudien en colegios de uniforme, para que compren, para que tengan una infancia de juegos en vez de preocupaciones. Para que sus padres puedan tratarse enfermedades caras y terribles. Para que sus madres tengan una vejez digna. Lo hacen porque son valientes, listos y dispuestos al sacrificio, equilibrando con el peso de su sudor la balanza de la injusticia. Lo hacen, querido Watson, porque tienen dos cojones aman. Menos el cabrón del médico ruso.
Con perspectiva y un poco de información, me fijo mejor y veo que están cansados. Las miradas, algunas, dilatadas y ojerosas. Los trabajadores, algunos, con moquillo sospechoso. Y entonces veo que muchos se van quedando atrapados en una trampa mayor de la que querían escapar. Decido hacer un esfuerzo y me propongo saludar con mucha alegría, un poco exagerada, cuento chistes, todos buenos porque me ríen las gracias, quiero animarlos, devolverles algo de lo que ellos me dan cada día, sonreírles con todos los dientes, como ellos a mí, pero me canso muy pronto. No puedo seguirles el ritmo. Son unos profesionales del encanto.

Trabajadores de Pullmantur manifestados en 2013. EUROPRESS

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